-
- Por
favor, ¿me da un vaso agua?- pidió al camarero que no despegaba los ojos de la
televisión.
Hacía
más de doce años que tenía la garganta seca, áspera. Bebía y bebía pero la
sensación no desaparecía.
Miró
el reloj por quinta vez en un minuto y la saeta se movió perezosa sin
importarle su urgencia.
Cuando
la vio entrar supo que era ella. Pequeña para su edad, rubia con el pelo
rizado, ojos negros y sabios.
-
Papá, dame agua- gritó desde la barra
Sus
miradas se cruzaron y la pequeña le dedicó una sonrisa llena de felicidad y amor.
El camarero le acerco un vaso, que se bebió de un solo trago y salió corriendo
a la calle.
Mientras
la veía jugar supo que la sed nunca se apagaría. Aquella niña había crecido en
el fondo de su mar y al dejarla marchar se había llevado toda la vida que en él
existía.
Ese
día de vuelta a casa se sintió sedienta y se alegró por ello, porque supo que
su sed era a causa del agua que su hija bebía.